lunes, 12 de marzo de 2012

días extraños

Cuando se cansó de viajar en el tiempo, Lupita se instaló en el Nueva York de los años treinta. Se ganó la vida escribiendo para los pulp narraciones tumultuosas y de finales tentaculares que le proporcionaron una cierta consideración entre los aficionados más atentos, si bien sus personajes no llegaron a hacerle sombra a La Sombra. Después de la guerra mundial, y tras un largo silencio, se dedicó a escribir ciencia ficción de mayor calado. Sus novelas, ambientadas en un futuro distópico de teléfonos portátiles inteligentes y telarañas cibersociales, estaban pobladas por astrónomos melancólicos en busca de exoplanetas remotos, y carecían de esa efervescencia que caracterizó al género durante los años cuarenta y cincuenta. Se convirtió en escritora minoritaria y de culto, reverenciada por unos pocos.

Más adelante publicó un último libro. Dirigido al público infantil, estaba protagonizado por una viejita voladora que anidaba en los tejados de la ciudad y acechaba a los niños: entraba por la ventana durante la noche y les arrancaba la lengua para alimentarse de su carne tierna, cosiéndoles luego la boca para ocultar el daño. Una fábula cruel que le valió la celebridad entre los jóvenes beatniks y el rechazo feroz del resto del país. El libro fue retirado de las bibliotecas y quemado en público por una legión de padres atemorizados.



Lupita, después del revuelo, desapareció. Subió a la azotea del edificio de apartamentos donde vivía y, sin más, se desvaneció en el aire. Sin dejar más rastro que todas esas palabras, todas esas historias.

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