Lupita no soporta el olor de la galosina, y no puede estar en esos aparcamientos donde todo huele a tubo de escape y metal caliente, se pone mala... pero mala de acostarse. Y, sin embargo, le encanta conducir.
A pesar de los que no saben para qué sirve un intermitente, y de los que cruzan sin mirar y por cualquier sitio, como yonquis. A pesar de los que se le acercan más de la cuenta, como en El diablo sobre ruedas, y de los chulos que se creen Transporter. A pesar de listos, descerebrados y bocazas, de ciclistas kamikazes, Lupita disfruta conduciendo. Disfruta cuando siente que el coche la obedece, cuando al final de una cuesta parecen, el motor y ella, suspirar a la vez. Disfruta escuchando a Jonathan Richman mientras conduce despacio por la ciudad, un poco a la aventura, dejándose llevar por la inercia del tráfico, descubriendo barrios que no conocía y pensando en sus cosas... soñando con, algún día, atravesar el desierto, recorrer esas carreteras infinitas que, en las películas, se pierden en el horizonte rojo, solitarias, silenciosas...
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