Lupita, que no cree en fantasmas, tiene la suerte de vivir con uno: el discreto espectro de una mujer que pasó los últimos años de su vida, los más felices, en esa casa, y se quiso quedar en ella después de muerta.
Como no cree en los fantasmas, Lupita no puede verla en el balcón, sentada al sol entre los tiestos florecidos , ni la puede ver cuando vela su sueño, a menudo tan inquieto. Juntas juegan, sin querer, a no encontrarse, como en esas comedias de puertas que se abren y se cierran y de gente que se cruza sin verse.
El fantasma, que sí cree en los vivos, cuida de ella en la medida de lo posible porque es lo que mejor sabe hacer, lo que hizo siempre: cuidar de alguien. Y Lupita, eso sí, se siente mejor que nunca, tranquila y optimista, feliz.
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