Lupita creció salvaje en la jungla, única superviviente del naufragio de la HERMES III, misión colonizadora frustrada. Criada por los esquivos aborígenes, criaturas de cuatro brazos y tres sexos que no tenían palabra para decir cielo, o estrella, y mucho menos cosmonauta, pasó su infancia en silencio y vigilando el cielo, a la espera no sabía bien de qué, pero a la espera siempre.
Fue rescatada por miembros de una expedición que se dirigía a las inmediaciones de Mercurio para, aprovechando el tirón gravitatorio del Sol, lanzarse en una prolongada elipse que los llevara hasta los confines del sistema. Con ellos pasó una adolescencia prolongada en el tiempo gracias a las diversas modificaciones que los técnicos incorporaron a su organismo. Pasaron los años, las décadas, y Lupita contemplaba las estrellas arder en la oscuridad. Visitó las lunas de Júpiter y surfeó en los anillos de Saturno. Y, mientras tanto, durante la larga, lenta travesía, no dejaba de esperar no sabía qué.
Regresó a la Tierra, de donde sus padres partieran muchos años antes en una de esas misiones de colonización ya olvidadas. Adaptarse a la gravedad fue duro, pero no tanto como integrarse en una sociedad compleja y demente, tan alienígena para ella como lo fueron las criaturas ciegas que poblaban los océanos de Titán. Volvió a modificar su cuerpo y dejó que el tiempo dejara su huella: envejeció. Y, mientras tanto, siguió esperando, sola en su retiro, a orillas de un mar aceitoso y muerto. Archivando recuerdos.
Esperó, sin saber qué, hasta el momento final.
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