Ayer me crucé con ella en el cercanías, y mi primera reacción fue esconderme. A pesar de los años, me sigue saltando a veces un resorte de pudor incontrolable que no acabo de entender. Sigue siendo igual de pelirroja, pero la vi cansada, con aire de derrota. Me pareció su propia sombra, su fantasma, y eso me entristeció mucho, la verdad.
Con ella eran tres, pero me acuerdo sobre todo de las otras dos, Lupita y Blanca. Me acuerdo de asambleas y saltos en la calle, de encuentros en bares que imaginábamos clandestinos. Mucho reír y mucho hablar, correr con el corazón en la boca, toda esa urgencia. Las tres gracias marxista-leninistas y yo en medio, la cuarta pata de un banco que no podía estar más cojo.
A Blanca la vi también no hace mucho. Iba con dos chavalines, imagino que sus hijos. Me pareció igual de frágil, igual de cálida que entonces. Estoy casi seguro de que me miró cuando nos cruzamos; lo que no sé es si llegó a verme. Yo creo que no. Casi espero que no.
De Lupita no he vuelto a saber nada. Un día desapareció sin más. Sin dejar una dirección, sin despedidas ni explicaciones. Nos costó hacernos a la idea, sobre todo a ella, a la pelirroja: compartían mucho más de lo que hacían ver, aunque no sé hasta qué punto ellas mismas lo sabían. Asumimos los tres un pacto de silencio que nadie había redactado, como ahora compartimos uno de olvido, aunque de la boca de Blanca no me voy a olvidar nunca. Sin Lupita, no tardamos en dejar de vernos, en dejar de buscarnos. Sin darnos cuenta, sin llegar a extrañarnos. Como la noche sigue al día.
Y desde entonces, entre unas cosas y otras, todo esto es un poco una mierda.
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