En el Metro, Lupita se fija en un hombre que, a su lado, lee un libro de García Márquez. Se da cuenta de que vocaliza en silencio mientras lee y le hace gracia, le recuerda a su abuela, que devoraba con fervor las novelitas de Corín Tellado cuando todavía podía leer, y hacía esa misma mímica turbadora que a ella, muy niña, le hacía pensar en brujas amables que musitaran sus conjuros en voz bajita para no molestar a nadie.
No puede apartar la mirada de esa boca que se mueve en silencio, y se le ocurre de pronto que quizá no sea la historia de los Buendía la que está articulando: quizá se trate de un código mudo que sólo alguien ducho en lectura de labios puede descifrar. Y mira a su alrededor, inquieta. Se pregunta quién será el oscuro intérprete que descifre la clave, cuál será el mensaje. Casi siente cómo se tensa a su alrededor el entramado, la tela de araña de la conspiración.
En la siguiente estación, él cierra el libro de golpe y se baja con prisa, se pierde entre la gente. Como si se sintiera descubierto, piensa Lupita...
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