Lo cuentas hoy y es para que nadie se lo crea, pero ocurrió así. La sentaron en el regazo de un señor de bata blanca que la rodeó con sus brazos para que no se moviera, y luego la cubrieron con algo parecido a una sábana, o quizá un hule. Después le encajaron en la boca una aparato para evitar que la cerrara, y el otro médico procedió a arrancarle las amígdalas de cuajo con algo parecido a unas pinzas para el hielo. A Lupita no se le olvidó nunca el sonido del rasgarse la carne, ni el dolor blanco y rojo que le encendió la garganta. El chorro de sangre fue de película gore, y pataleó como una loca hasta agotarse.
Después, la decepción: había visto siempre en la tele que, en ese trance, las niñas pasaban unos días idílicos de cama y helados. Ella los helados ni los probó, que era invierno y a su madre la televisión le daba lo mismo, y lo de la cama se le hizo una pesadez en cuanto que pasó lo peor del dolor y el escupir moco y coágulos. Menos mal que su prima llegó al rescate con un guiño, su mejor sonrisa (qué guapa era) y un paquete de libros de Los Cinco que Lupita se leyó, uno detrás de otro y vuelta a empezar después.
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