Todo viaje espacial es una sucesión de esperas prolongadas, y Lupita esperó seis largos meses de treinta días terrestres en la base Lowell, mientras se completaba el ensamblaje en órbita de la Discovery II. El frío feroz y ese polvo liviano que parece superar todos los filtros para teñir cada superficie de una vaga sombra rojiza, hacen de la vida en Marte una rutina férrea, casi obsesiva.
Lupita, agotada, pasó cada atardecer de esos ciento ochenta días en el mirador, parapetada ante una mesa y una taza de espeso café humeante, contemplando el horizonte quebrado y escribiendo cartas con su letra minuciosa, largas cartas en las que hablaba del quehacer cotidiano en la base, del paisaje marciano, de los colonos y sus extraños modales, de sus recuerdos y sueños, de ese vehículo colosal que nunca terminaba de estar listo.
Mientras escribía, Lupita no podía evitar una sonrisa traviesa. Imaginaba la sorpresa de quien recibiera la carta, ese sobre azul, el pulcro anagrama del Programa Espacial, el escueto remite: Planeta Marte.
Otro sorbo de café, Fobos y Deimos brillando ya en un cielo cada vez más oscuro, otra cuartilla: Querida M...
Vaya chulada de ilustración, sí señor... Preciosa.
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