Cuando se cansó de viajar en el tiempo, Lupita se instaló en el Nueva York de los años treinta. Se ganó la vida escribiendo para los pulp narraciones tumultuosas y de finales tentaculares que le proporcionaron una cierta consideración entre los aficionados más atentos, si bien sus personajes no llegaron a hacerle sombra a La Sombra. Después de la guerra mundial, y tras un largo silencio, se dedicó a escribir ciencia ficción de mayor calado. Sus novelas, ambientadas en un futuro distópico de teléfonos portátiles inteligentes y telarañas cibersociales, estaban pobladas por astrónomos melancólicos en busca de exoplanetas remotos, y carecían de esa efervescencia que caracterizó al género durante los años cuarenta y cincuenta. Se convirtió en escritora minoritaria y de culto, reverenciada por unos pocos.
Más adelante publicó un último libro. Dirigido al público infantil, estaba protagonizado por una viejita voladora que anidaba en los tejados de la ciudad y acechaba a los niños: entraba por la ventana durante la noche y les arrancaba la lengua para alimentarse de su carne tierna, cosiéndoles luego la boca para ocultar el daño. Una fábula cruel que le valió la celebridad entre los jóvenes beatniks y el rechazo feroz del resto del país. El libro fue retirado de las bibliotecas y quemado en público por una legión de padres atemorizados.
Lupita, después del revuelo, desapareció. Subió a la azotea del edificio de apartamentos donde vivía y, sin más, se desvaneció en el aire. Sin dejar más rastro que todas esas palabras, todas esas historias.
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