Cuando empezó a escribir, Lupita utilizaba cualquier cuaderno a medio terminar, cualquier folio suelto. Escribía a mano y apretado, lo hacía en el silencio de su habitación, con el murmullo de fondo de la televisión en el salón. Leía en voz alta cada párrafo, tachaba una línea entera, cambiaba de hoja y volvía a empezar. Bolígrafo negro, bolígrafo azul, desde el principio las veces que hiciera falta y hasta que sonara como tenía que sonar. Entonces, y solo entonces, mecanografiaba el cuento (y aún modificaba sobre la marcha alguna cosa, y ahí sí que lo hacía un poco a lo loco, sintiéndose como un acróbata sin red). Una única copia que luego fotocopiaba para repartir entre sus amigas.
Hoy, después de muchas páginas y un buen puñado de años, echa de menos la ceremonia, aquella concentración que nunca más ha podido recrear. Echa de menos también el ruido de la máquina de escribir, esa campanita al final de cada línea, el sonido industrial de las teclas y el carro. Hoy es ya incapaz de escribir de esa manera: lo hace directamente en la pantalla, documento final. Lo hace de oído, sin apenas modificar nada. Pelea para atrapar en cada párrafo frases que se le escapan como agua entre los dedos, y disfruta sobre todo haciendo hablar a sus personajes como hablan esas chicas a las que escucha en el metro o por la calle, voces vivas, réplicas veloces, chispeantes.
Lee a veces esos viejos cuentos y se sorprende. Cuentos de miedo, novelas que nunca pasaron del primer capítulo. No se reconoce en esos folios, se pregunta qué fue de esa Lupita que escribía en su cuarto, en la cocina, robándole horas al sueño. También a ella la echa de menos.
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