Lupita fue esa niña rara que se quedaba leyendo debajo de la sombrilla durante los meses de verano. La que no tomaba el sol ni jugaba en la playa. La que no jugaba en el parque, ni en el patio del colegio. Fue esa niña rara que prefería jugar sola en casa, en su cuarto.
Los años pasaron y ella no cambió, pero sí su piel, que se tornó más y más blanca con el tiempo, hasta hacerse transparente y frágil como el cristal.
Y de pronto, de la noche a la mañana, Lupita desapareció. Se volvió invisible, como en ese episodio de Buffy.
Al principio nadie notó la diferencia. Ella estaba ya acostumbrada a que nadie se diera cuenta de si estaba o no allí, y actuaba ya desde antes como si nadie pudiera verla, porque en realidad nadie la miraba desde hacía mucho tiempo. Nadie. Sin embargo, poco a poco, muy despacio, algo en ella se fue activando, una desazón, una inquietud creciente. Se dio cuenta de que en el mundo real no hay cazavampiros que den la cara por una, y decidió que iba a tener que sacarse las castañas del fuego ella solita.
Cuando volvió, se había tatuado golondrinas en los hombros y un signo de interrogación en cada muñeca, se había cortado el pelo al dos y lucía el maquillaje como quien luce pinturas de guerra. Siguió prefiriendo leer a la sombra y jugar sola en casa, pero ya nadie pudo hacer como que no la veía. Nadie, nunca.
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