Los sueños de Lupita han compartido siempre, desde muy joven, una arquitectura similar de pasillos metálicos que desembocan en su antiguo colegio, que es también la casa de sus abuelos y es una iglesia oscura y fría, resumen de todas las iglesias que visitó con su tía beata. Un laberinto de paredes y jardines, de calles conocidas que se mezclan y mudan en otras, enigmáticas. Un rompecabezas de tiempos y de espacios, de gentes recordadas o imaginadas: amigos de la infancia, viajeros con los que una vez coincidió en un autobús, personajes de viejas películas, el cantante de los Smiths o un centauro. A veces hay una maleta y a veces llueven ranas, blandas y húmedas.
Camina y camina, despierta en una cama que le resulta familiar y se mira en el mismo espejo en que se miraba en el cuarto de baño del internado. Tiembla, corre desnuda, se abre paso por un pasillo atestado de gente, siempre pasillos largos, interminables y sudorosos.
Camina y camina, despierta en una cama que le resulta familiar y se mira en el mismo espejo en que se miraba en el cuarto de baño del internado. Tiembla, corre desnuda, se abre paso por un pasillo atestado de gente, siempre pasillos largos, interminables y sudorosos.
Escucha los cascos en el suelo metálico, el fragor de una respiración arenosa; percibe el olor agrio que inunda la habitación. Cierra el libro, pero ya la silueta se ha esfumado y hay que ir a fichar, ajustarse la minifalda, que tiende a trepar muslos arriba; hay que subir hasta el observatorio, conectar el telescopio...
Los sueños que Lupita recuerda, los que a lo mejor elige recordar, comparten arquitecturas laberínticas y escenarios familiares, y acaban siempre en ese observatorio polar desde el que se ven las estrellas, todas las estrellas, y hasta más allá de las estrellas...
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