Lupita pasa el dedo por los lomos alineados y repasa los autores: Frank Yerby, Vicky Baum, Frank G. Slaughter, Pearl S. Buck... No recuerda a Pearl S. Buck, no le acaba de encajar Pearl S. Buck en los gustos de su abuelo... El Don apacible, El otro árbol de Guernica... Se detiene ahí, recuerda haberlo leído varias veces, en veranos sucesivos. Lo abre con una sonrisa, huele a papel viejo, el polvo se le queda en la yema de los dedos...
Toda la casa huele a papel viejo, en realidad, aunque apenas queden ya libros. Camina hasta la cocina: todo es más pequeño de como lo recuerda. En la alacena están todavía los tazones descascarillados de sus desayunos de entonces, pero el fregadero sí lo cambiaron, ahora es uno normal, de los de acero inoxidable y dos senos. Todo es más pequeño, sí: el salón también, con sus sillones demasiado bajos y ya desfondados; el pasillo en penumbra, los dormitorios, incluso el rellano de la escalera. En la puerta de enfrente tampoco viven ya... no recuerda el nombre de ninguno de ellos, solamente su extrañeza cuando supo, de muy niña, que habían venido de El Aaiún: no entendía que, siendo africanos, no fueran caníbales.
Y por fin lo encuentra, entre un montón de carpetas llenas de fotos desordenadas y recortes de viejos periódicos. Un cuaderno grande, cuadriculado. En la primera hoja, escrito con su pulcra letra de niña y boli azul, el título: LA VUELTA AL MUNDO DE LUPITA, y debajo una salchicha dibujada con lápices de colores, una salchicha que es un dirigible, claro, y en la góndola, detrás de un ventanal panorámico, un muñeco de palo con la cabeza redonda y dos coletas coloradas... Se sienta en la cama para hojearlo, con los ojos húmedos y una sonrisa. Ya no lleva coletas, pero todavía se muere por ir a Japón.
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