lunes, 16 de julio de 2012

hot

A Lupita la conoció en París, cuando ya había dejado de ser una fiesta. Era una de esas mujeres de caderas lentas y mirada perezosa que todo lo incendian con su mera presencia, y venía del brazo de una escritora que sería famosa muchos años después, una vez fallecida. La miró y sintió que se le humedecían las entrañas. Cuando ella le devolvió la mirada, los párpados entreabiertos, tuvo que buscar dónde sentarse. Todo el local olía como ella.

Su carrera de pintor no llegó a despegar nunca, y se volvió a los Estados Unidos con el fracaso tatuado en el rostro y sin Lupita, que le organizó en los baños públicos del aeropuerto una ardorosa despedida que le dejó los labios hinchados y las piernas de algodón en rama.


Despacio, minuciosamente, se labró una carrera mediocre en publicidad, y acabó como ilustrador del Reader's Digest, un erial creativo del que a veces se resarcía firmando con seudónimo unas cubiertas vigorosas y turbadoras para oscuras novelitas de bolsillo. En todas ellas puede adivinarse la boca húmeda de Lupita, su perfil blando, la curva de sus caderas.

Murió sin haber vuelto a saber de ella, y unos años antes de que sus trabajos fueran reivindicados por arqueólogos de lo pop a la busca de joyas olvidadas.

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