Lupita se siente hoy como si hubieran pasado cien años desde que decidiera retrasar su ingreso en el Programa Espacial y marcharse a París con él en un coche de segunda mano. Después del vértigo de una habitación desde la que se veían los tejados y las viejas chimeneas, como en esas películas de Godard, llegaron una órbita estable de cien años y dos hijos que acabaron transformados en ultracuerpos, intrusos que, por suerte, regresaron ya a su planeta, como hizo él hace tiempo (y menos mal). Cien años, también, tardó su madre en apagarse: su memoria se fragmentó primero y fue borrándose después, despacio, segmento a segmento, como la de HAL9000. Ese dolor.
Cien años y de repente despertar una mañana, esta mañana, hoy. Deambular por una casa que no reconoce, abrir ventanas, dejar que entre la luz, el rumor del tráfico.
Cien años después, Lupita decide que es buen momento para empezar de nuevo. Sola, como la Tereshkova.
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