A Lupita le gusta mucho ver cómo los gorriones se pasean por su balcón cada mañana. Dan saltitos, miran a un lado y otro, descansan un momento y echan luego a volar, a seguir la batalla callejera de cada día.
Lo que no le gusta nada, en cambio, son esos días que amanecen medio nublados y ya un poco fríos, pero tampoco demasiado. Porque no sabe si ponerse ya las medias, o si la cazadora vaquera nueva le va a sobrar después, cuando empiece a calentar el sol. Le joden esas medias tintas, y echa ya de menos el frío de verdad, saber a ciencia cierta que hay que abrigarse y punto. (Y la manta en el sofá. Sobre todo, la manta en el sofá.)
Menos mal que, sea invierno o sea verano, en el bar de la esquina siguen poniendo las mejores patatas bravas del mundo. Le encanta terminar el día con una ración y una cerveza, charlando con el camarero, que tiene los ojos verdes más verdes que ella ha visto nunca. Que es que da gloria verle.
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