Recuerdos de una cocina grande en la que palpitaba la vida entera de la casa, con los gatos del vecindario entrando y saliendo, el charloteo incesante de la radio y el aroma del laurel y el tomillo puestos a secar. Una mesa grande y pulida por el uso, de madera oscura, una mesa donde dibujar y leer mientras el puchero hierve despacio. Sartenes y cazuelas amontonadas, platos de loza gruesa, frascos de compota y miel, conservas caseras en los armarios. Vecinos que entran a saludar, risas en el patio, el sabor del pan recién hecho.
Hoy, en su cocina escueta, Lupita bebe café con leche en los mismos tazones de su niñez. Están un poco desportillados, pero los cuida con mimo: le gusta sostenerlos y que le llenen las manos, sentir su peso en ellas. A veces, en esos días lentos y de cielo encapotado, también ella siente el ánimo desportillado, y le parece estar atrapada en una secuencia a cámara lenta que no acaba nunca. Días de añorar no sabe bien qué.
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