Cada mañana la misma ruta, subir la calle y cruzar hasta las terrazas donde hay quien también en invierno desayuna su café y sus porritas leyendo el periódico al sol, desviarse después para pasar por el kiosco, saludar y llevarse el diario, el mismo de siempre porque todavía alguna vez alguien escribe algo con tino, aunque ya dé pereza leerlo, cruzar después el semáforo y subir por la acera donde, en la misma esquina cada día, un señor sin afeitar vende gatitos muertos a pilas que maúllan como bebés, el jugete más triste del mundo; seguir hasta la panadería, comprar una barra de pan caliente y, a veces, un cruasán tierno o una palmera de chocolate de dimensiones galácticas, bajar después por la otra calle, saludar con un gesto a las chavalas hiperactivas de la frutería, cruzar otra vez para remontar de nuevo hasta las terrazas, ahora hay algún cliente más, llegar al portal, subir a casa, cerrar las ventanas, poner música...
Cada mañana, cada día, Lupita repite la misma rutina antes de ponerse en marcha, antes de poder ponerse en marcha. Después, despacito, hojeando el periódico, yendo del salón al dormitorio, del despacho al balcón, va remontando...
Cada mañana, cada día, Lupita repite la misma rutina antes de ponerse en marcha, antes de poder ponerse en marcha. Después, despacito, hojeando el periódico, yendo del salón al dormitorio, del despacho al balcón, va remontando...
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