Tiene gracia cómo las cosas cambian sin que una se de cuenta. Lupita lo piensa mientras se quita las gafas y se frota los ojos cansados. Tantos años incapaz de vivir sin pareja, años tumultuosos y memorables en muchos sentidos, y ahora no podría ni plantearse la idea de compartir su casa con nadie. Ni su vida. Ama su espacio y ama su tiempo, el silencio elegido, los amaneceres a solas.
Al otro lado del ventanal ha oscurecido ya, y puede ver su reflejo en el cristal. Se ha vuelto a cortar el pelo muy corto, a lo Louise Brooks. Le gusta cómo le quedan así las canas. También le gusta, quién lo hubiera dicho, cómo ha cambiado su cuerpo, de la elegancia elástica de Valentina a la sensualidad confortable de las mujeres de Tardi. Se siente bien con su nueva imagen, que le hace pensar en una cosmonauta rusa de vuelta de muchos años de misión.
Vuelve a ponerse las gafas y centra su atención en el papel. Sigue dibujando, como ha hecho siempre. Tiene otros horarios, eso sí... La espalda no le deja ya remontar noches enteras delante del tablero o de la pantalla. También ha cambiado su relación con lo que hace. Se adaptó rápido a lo digital, pero le gusta el tacto del papel, la sensación física de dibujar. Y ha descubierto, además, la felicidad de saltarse el paso previo del lápiz y construir imágenes a golpe de mancha e intuición, tinta y agua.
Se levanta para servirse una copa de vino. Blanco, muy frío. Lo paladea fuera, en el balcón. Despacio.
Decide que le gusta su vida, se gusta a sí misma. No es algo que haya pensado hasta hace muy poco... pero sí: se siente cómoda aquí y ahora, y eso la hace feliz.