lunes, 27 de abril de 2015

cosas que pocos saben de Lupita

Lupita no aprendió nunca a montar en bicicleta, y además no lo echa de menos: cada día detesta más a todos esos bicivioladores que invaden las aceras en bandadas abruptas, como matones de billar y correccional


a veces, cuando está sola y a lo mejor ha bebido una copa de vino de más, le da por llorar mientras escucha el Romance Morlock de Parade


cuando en la cama tiene calor, saca de entre las sábanas un pie chiquito y blanco, termodinámico



guarda en una caja, en lo alto de un armario, algunos vinilos de cuando era muy joven y que hoy le dan un poco de vergüenza, pero de los que no se anima a deshacerse: los primeros de Duncan Dhu y La Dama se Esconde, nada menos, alguno de Umberto Tozzi, ese primer single con portada de línea clara de los Hombres G


ha vuelto a fumar después de mucho tiempo de haberlo dejado, y es que le encanta todo el asunto de liar esos cigarrillos minúsculos como de película indie, que son los mismos que liaba su abuelo cuando se la llevaba al parque y le daba a leer novelitas de a duro con títulos truculentos y maravillosos


con los años se ha dado cuenta de que le gusta madrugar, pero no hacerlo por obligación, sino porque sí, porque se lo pide el cuerpo y no hay más que hablar

lunes, 20 de abril de 2015

autónomos

Ayer me crucé con ella en el cercanías, y mi primera reacción fue esconderme. A pesar de los años, me sigue saltando a veces un resorte de pudor incontrolable que no acabo de entender. Sigue siendo igual de pelirroja, pero la vi cansada, con aire de derrota. Me pareció su propia sombra, su fantasma, y eso me entristeció mucho, la verdad.



Con ella eran tres, pero me acuerdo sobre todo de las otras dos, Lupita y Blanca. Me acuerdo de asambleas y saltos en la calle, de encuentros en bares que imaginábamos clandestinos. Mucho reír y mucho hablar, correr con el corazón en la boca, toda esa urgencia. Las tres gracias marxista-leninistas y yo en medio, la cuarta pata de un banco que no podía estar más cojo.

A Blanca la vi también no hace mucho. Iba con dos chavalines, imagino que sus hijos. Me pareció igual de frágil, igual de cálida que entonces. Estoy casi seguro de que me miró cuando nos cruzamos; lo que no sé es si llegó a verme. Yo creo que no. Casi espero que no. 

De Lupita no he vuelto a saber nada. Un día desapareció sin más. Sin dejar una dirección, sin despedidas ni explicaciones. Nos costó hacernos a la idea, sobre todo a ella, a la pelirroja: compartían mucho más de lo que hacían ver, aunque no sé hasta qué punto ellas mismas lo sabían. Asumimos los tres un pacto de silencio que nadie había redactado, como ahora compartimos uno de olvido, aunque de la boca de Blanca no me voy a olvidar nunca. Sin Lupita, no tardamos en dejar de vernos, en dejar de buscarnos. Sin darnos cuenta, sin llegar a extrañarnos. Como la noche sigue al día.

Y desde entonces, entre unas cosas y otras, todo esto es un poco una mierda.



lunes, 13 de abril de 2015

cuadernos

A Lupita le gustan las estaciones de tren. Pasear entre la gente, sentarse a escuchar sus conversaciones. Dibujar en un cuaderno los rostros que le llaman la atención, las piernas cruzadas de alguna chica que espera, la perspectiva de las vías que se alejan. Se siente viva, rodeada de un bullicio de historias a punto de empezar, a punto quizá de terminar: historias en marcha, en cualquier caso.



Le gustan también los aeropuertos, pero por todo lo contrario: le parecen lugares fríos, como a medio abandonar. Cuando camina por ellos piensa siempre en los cuentos de Ballard, toda esa desolación clínica, y sus dibujos son escuetos, geométricos: siluetas minúsculas perdidas en el blanco del papel, líneas de fuga, carteles ilegibles, maletas abandonadas.

lunes, 6 de abril de 2015

trilogía

Lupita creció salvaje en la jungla, única superviviente del naufragio de la HERMES III, misión colonizadora frustrada. Criada por los esquivos aborígenes, criaturas de cuatro brazos y tres sexos que no tenían palabra para decir cielo, o estrella, y mucho menos cosmonauta, pasó su infancia en silencio y vigilando el cielo, a la espera no sabía bien de qué, pero a la espera siempre.


Fue rescatada por miembros de una expedición que se dirigía a las inmediaciones de Mercurio para, aprovechando el tirón gravitatorio del Sol, lanzarse en una prolongada elipse que los llevara hasta los confines del sistema. Con ellos pasó una adolescencia prolongada en el tiempo gracias a las diversas modificaciones que los técnicos incorporaron a su organismo. Pasaron los años, las décadas, y Lupita contemplaba las estrellas arder en la oscuridad. Visitó las lunas de Júpiter y surfeó en los anillos de Saturno. Y, mientras tanto, durante la larga, lenta travesía, no dejaba de esperar no sabía qué.



Regresó a la Tierra, de donde sus padres partieran muchos años antes en una de esas misiones de colonización ya olvidadas. Adaptarse a la gravedad fue duro, pero no tanto como integrarse en una sociedad compleja y demente, tan alienígena para ella como lo fueron las criaturas ciegas que poblaban los océanos de Titán. Volvió a modificar su cuerpo y dejó que el tiempo dejara su huella: envejeció. Y, mientras tanto, siguió esperando, sola en su retiro, a orillas de un mar aceitoso y muerto. Archivando recuerdos. 

Esperó, sin saber qué, hasta el momento final. 

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